Que nos quiten lo bailado.
Dura ceñida para alcanzar la isla de Sta lucía en el Caribe, 12 días después del la rotura de los tendones del brazo.
Me despierto convencido de que estoy en el hospital y pienso: que bien, aquí me cuidan…
Solo tres segundos después, completamente consciente, la realidad me cae como una losa. Estoy acostado en el sofá del salón al lado de la escalera. Visto peto, anorak y botas. El dolor de mi brazo arrecia sin compasión, urge una nueva dosis de Enantyum. Son las tres de la madrugada y el viento sigue aullando.
Hace 15 horas una ola cruzada ha tumbado a Thor violentamente. Yo subiendo por las escaleras para ir a cubierta. Me agarro con ambas manos al tambucho, pero el bandazo es considerable y se me escapa la mano derecha del asidero. Pierdo el equilibrio y me quedo colgando solo con el brazo izquierdo con el peso de todo mi cuerpo, se retuerce y siento un fuerte latigazo. La mano cede y me voy al suelo. Esta vez te has hecho daño David, me digo a mí mismo mientras pienso en lo que se me viene encima.
Estoy bajo una borrasca en pleno océano Atlántico, a unas 1400 millas de Martinica, navego en solitario y me acabo de romper los tendones del bíceps.
Me trago el Enantyum e inspecciono el brazo: se ve deforme, de color morado con matices verdosos. En la muñeca están apareciendo unos ganglios inquietantes. Recoloco la venda de compresión y finalmente el cabestrillo. David ponte las pilas, te has quedado dormido más de la cuenta. Concretamente diez horas más de la cuenta. Normalmente, por seguridad, duermo a intervalos de media hora. El agotamiento debido a las circunstancias, ha podido conmigo y con todas las alarmas.
Saco la cabeza por el tambucho y observo el panorama. Ruido infernal. Noche oscura, vendaval y una lluvia torrencial que parece que vaya a aplastarnos. Leo una racha de 42 nudos. Aun así, Thor aguanta el rumbo, estoico, raudo y veloz. Así lo ha hecho durante las diez últimas horas mientras yo estaba en el séptimo cielo. Tres rizos en la mayor y trinqueta. Tanque de lastre de barlovento lleno y el de sotavento al 40%. Observo con más detenimiento su comportamiento y me doy cuenta que su realidad es muy diferente a la oscuridad de la mía. Navega enérgico, resuelto y seguro, incluso diría que el cabrón se divierte.
Una ola inmensa nos atrapa por la aleta de estribor, yo me aferro como puedo con el único brazo que tengo operativo. Thor no duda en lanzarse de nuevo en un surf vertiginoso disparando la corredera hasta los diecinueve nudos. Aprieto los dientes, estoy en sus manos, todo depende de él, desde hace diez horas todo depende de él, creo que, desde hace días, todo depende únicamente de él. Segundos después aquí no ha pasado nada y Thor se prepara para torear la embestida del nuevo monstruo que ya ruge por la popa. Yo trago saliva y ahora sí, constato no solo que se está divirtiendo, sino que una vez más, puedo confiar al cien por cien en mi socio. Una vez más me llevará a buen puerto.
En las situaciones más complicadas, en aquellas donde lo único que nos queda es confiar ciegamente en el barco para que nos saque del atolladero, es quizás donde uno siente más que nunca que aquello que lo sostiene, el barco, es algo más que pura materia ensamblada. Al barco lo personalizamos, le atribuimos comportamientos y emociones humanas. Para empezar, lo bautizamos con un nombre. No me voy a cruzar el charco en barco, sino con Thor. Esto ya le otorga un rango que por ejemplo no tiene el coche.
El barco también tiene actitud y carácter, como las personas. Ardiente, blando, noble, equilibrado, estiloso… son muchos los factores que configuran su personalidad. Si hay un elemento definitivo que contribuye a personificarlo, es el uso del piloto automático. No hay duda, el barco va solo, corrige el rumbo, envía ordenes al timón para gestionar los desvíos constantes provocados por las olas y se dirige con determinación a ese punto marcado en la carta. La sensación es que piensa, razona y actúa.
Cuando uno navega en solitario esta percepción se multiplica por mil. Se establece un diálogo inevitable y necesario entre ambos. No hay nadie más a bordo que se interponga en la relación. Nunca olvidaré aquella noche que me desperté hambriento y estando justo en aquel momento donde la consciencia aún está solo al cincuenta por ciento, le pregunté a Thor si quería un bocadillo de jamón ibérico con pan con tomate, porque yo me pensaba hacer uno. No me di cuenta hasta el final de la frase, cuando pronunciaba la palabra “tomate”. Y es que esa sensación de navegar días y días sin tocar el timón o estar en la litera, mientras el barco avanza a todo trapo sin nadie más en cubierta, durante horas, acaba otorgándole la condición de colega. Un partner capaz e inteligente, el amigo audaz que me acompaña en esta aventura. Nos complementamos perfectamente, nos cuidamos mutuamente, somos un equipo y juntos nos zamparemos el mundo entero.
Thor es un Cigale 14 del astillero Alubat. Dieciocho años juntos, cinco Atlánticos, tres de ellos en solitario, infinidad de travesías por el Mediterráneo y una vuelta al mundo mano a mano durante cuatro años siguiendo al sol.
Cuando escribo esto ya no es mío, lo he vendido hace un par de semanas. No soy de tener un barco de este calibre amarrado para salir los domingos y un mes en verano. Después de lo que he vivido y he visto a lo largo de la circunnavegación, este plan ha dejado de emocionarme. Lo tuve claro hace ya cinco años, cuando finalizaba mi gran viaje, pero he necesitado más de cuatro para ser capaz de colgar el cartel de: “Se vende”. Cuatro años para estar completamente seguro de mi decisión.
Hoy me preguntan qué se siente al desprenderse de un velero con el que has tenido una relación tan intensa. Me lo estoy tomando como un ejercicio de desapego sano y necesario. He llegado a identificarme tanto con el barco que ahora mismo siento que me han arrancado un apéndice. Pero sé que es cuestión de tiempo, cicatrizar la herida, poner el foco en los nuevos retos que me planteo. La energía que te chupa tener barco propio, lo uses o no, es tal, que tiene sentido si es parte esencial de tu plan, si es protagonista en tu vida, o sí, como en mi caso, ha sido tu razón de ser. De lo contrario, puedes acabar siendo un esclavo emocional de aquello que se supone adquiriste para divertirte. Schopenhauer ya lo decía, “no tenemos bienes, son los bienes los que nos tienen a nosotros”, una cita que procuro tener presente para liarme lo justo.
Thor ha sido sinónimo de libertad con mayúsculas, con él la he encontrado y la he disfrutado plenamente durante muchos años. La paradoja es que hoy, he descubierto que mantener esa libertad pasa precisamente por soltarlo y que cada uno siga su propio rumbo. Esto es exactamente igual que una relación de pareja que ha llegado a su fin porque el plan de vida ya no coincide. Aceptar la realidad, agradecer el amor que nos hemos procesado y que nos quiten lo bailado.
Doce días después de la rotura de los tendones del bíceps y tras algún incidente más originado a consecuencia de dicho percance, Thor y el que suscribe fondeaban en Rodney Bay, en la isla caribeña de Santa Lucía. Culminábamos nuestro segundo Atlántico. Destapé una botella de champán dándole a Thor su parte, rociando un chorro en la cubierta y atizándome a continuación, un merecido lingotazo. No es fácil hacerlo con un solo brazo, pero a esas alturas ya me había acostumbrado y también había deducido, que mientras Thor siguiera siendo mi socio no me hacía ninguna falta tener dos. Creo que fue en ese momento, invadido por la euforia del logro y totalmente embriagado por los dulces aromas del Caribe, cuando le pregunté seriamente si se aventuraría a dar la vuelta al mundo conmigo.
David Ruiz